José Mourinho es más madridista que Bernabéu y Di Stefano juntos, de eso no dudamos nadie. A golpe de lamentos y conductas incendiarias, mezclado con mucha concentración de poder, persigue un único objetivo, aniquilar cualquier vestigio de oposición, algo que está cerca de conseguir y que sigue un plan trazado milimétricamente.
Primero asentar las bases de su poder sobre el vestuario (vosotros o yo, y no voy a ser yo), después limpieza ideológica en los despachos, Jorge Valdano sería el objetivo (el portugués nunca perdonó que recomendara a Pellegrini cuando él lo tenía atado con José Ángel Sánchez), más tarde gasearía el código ético elaborado por el club junto con el libro azul de los valores históricos del club (“me cago en el señorío, ir a decírselo al presidente”).
Su capitán le ha traicionado, filtrar ese tipo de gestos resulta intolerable, primer toque de atención en el trofeo del club, veremos cómo lo encaja el portero, que en un momento de lucidez quiso interceder por salvar la situación en el Combinado Nacional.
Mourinho, jefe supremo del hago lo que quiero, como quiero y cuando quiero, costalero de la cofradía del dedazo (en el ojo de Vilanova y por ende de Florentino Pérez), se ha convertido en un entrenador sin límites, mánager general, portavoz oficial (el extra-oficial se llama Eladio y cuenta unas historias acojonantes sobre móviles duplicados en cajones abandonados) y ahora autoasignador de carnets madridistas, él decide quién es buen madridista (piensa como yo y lo serás) y quién es pseudomadridista (¿os acordáis de Valdano?).
Tras la última derrota sufrida ante el Barça, el boss continúa apretando las tuercas al “club de sus amores” del que siente que su palabra es la respuesta y sus actos son el único camino hacia una gloria que el pueblo anhela desde el 2 de mayo de 2009.