El cerebro de un gato, emocionalmente hablando es similar al de una persona en un 98%, presentando un hemisferio cerebral altamente desarrollado que no sólo les permite diferenciar colores y figuras geométricas, sino también, reconocer e interpretar la mayoría de las emociones humanas, como por ejemplo, la alegría, la tristeza, la angustia o el miedo.
Su método para tomar decisiones es muy similar al de los humanos, anteponiendo su propio interés, rebelándose ante lo que no le gusta, mostrando prudencia ante los extraños, y celos ante la falta de atención.
Al igual que las personas, su principal método de aprendizaje se basa en la observación y la imitación, asimilando las rutinas de sus dueños, como por ejemplo, despertarse a una determinada hora porque ha interiorizado que es el momento en que su dueño va a llegar a casa, o bien, identificar su presencia en la cocina (los ruidos de platos o cubiertos) con que “habrá cositas ricas para comer”.
De este modo, cabe mencionar que la inteligencia de un gato es eminentemente práctica, es decir, no tiene la capacidad de realizar abstracciones en su pensamiento, sin embargo, sí que es capaz de resolver problemas relativamente complejos para obtener comida, mimos o alguna otra necesidad, como por ejemplo, saciar su curiosidad o jugar.
En este sentido y a diferencia de un perro, un gato, a pesar de haber sido igualmente domesticado, dispone de una mayor capacidad de adaptación y supervivencia, en caso de que tuviera que vivir a su suerte en la calle, de ahí que los gatos callejeros sean más numerosos que los perros.
Al igual que sucede con los niños, la estimulación temprana puede ayudar a desarrollar su potencial, empleando para ello, juegos con pelotas de colores, con señuelos, con plumas, de luces y sonidos, etc…